La familia y el niño no son autistas, se zambullen en el juego

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Gaspar es un niño pequeño de dos años cuyo rasgo peculiar es que no habla ni juega, permanece girando cualquier objeto (una tapita, una pelota, un palito, un capuchón, un lápiz o una cosa que hábilmente logra hacer girar). Gaspar ¿piensa en lo que hace? ¿Es un niño autista? ¿Conforma una experiencia infantil? ¿A que establecimiento escolar tendría que concurrir? Clínicamente, ¿cuál podría ser la estrategia y táctica clínica a construir?

En los últimos artículos analizamos las primeras aproximaciones y encuentros a través de la mirada, los gestos iniciales, los movimientos con las ruedas a partir de los cuales iniciamos posibles diálogos, también aparecieron los aros que al moverlos los pudimos acompañar rítmicamente en sonoridades convocantes EN los comienzos del espacio relacional y simbólico. En algún momento cuando se detuvo en el brillo, brillante de la luz pasamos a jugar con ella, prendiéndola o apagándola de acuerdo al contexto escénico y eL escenario que constituimos en el sutil espacio del entredós, un entre tiempo que comenzamos a generar.

Sin duda, los movimientos giratorios reiterados y estereotipados trasuntan el dolor de existir en el propio y al mismo tiempo impropio giro, desde allí procuramos mediar entre lo sensorio y lo motor introduciendo palabras, gestualidades, ritmos, musicalidad para entrar en la complicidad de la escena, de la dramática que relanza la natalidad de un nuevo posicionamiento gestual y lúdico.

En los primeros encuentros con Gaspar y sus padres registro que los tres conforman un conjunto compacto, un bloque difícil de despegar, agrietar, fusionados, el pequeño pasa de los brazos del papá a los de la mamá, acomodándose en el cuerpo de ambos. Por lo tanto, en los comienzos de las sesiones siempre estábamos los cuatro. Ante cualquier amague de desprenderlos, de despedirse o simplemente salir, Gaspar, reacciona enérgicamente, “berrinches”, gritos, llantos y desesperación inundan compulsivamente el consultorio.

Ante esta situación, y frente a la oposición de Gaspar, quedan apretujados en el bloque corporal que suscitan. Frente a las quejas de Gaspar y su oposición sostienen la misma posición, a lo sumo se dirigen a otro cuarto contiguo sin poder retirarse del todo. Cuando él los ve lo alzan a upa y la acción se reitera una y otra vez.

Gaspar junto a sus padres llegan a horario, el se había dormido en el auto, poco a poco se despierta en los brazos a upa de su papá. Subimos en el ascensor, medio dormido entreabre los ojos, esboza una sonrisa que se escapa entre la comisura de los labios y el hombro del papá, y vuelve a dormirse hasta llegar a la puerta. Al bajar del ascensor se lo da a la mamá que pese a quejarse del dolor de cintura lo sostiene a la espera de una intervención, de un alivio que no llega.

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Finalmente entramos al consultorio. Lo dejan en piso entre despierto y dormido. Inmediatamente la mirada va hacia la cocina, específicamente al lugar donde están los peces. Sonríe, los mira, sube a una silla para estar a la altura de los pececitos sin dejar de mirarlos. Aprovecho ese gesto sutil y los saludo, ellos nos devuelven cada uno de los saludos (modifico el timbre y el ritmo sonoro de las voces que encarno al referirme a cada uno de los peces que no dejan de demandar comida). De acuerdo a los movimientos de ellos en la pecera coloco palabras, dialogo rítmicamente con las burbujas, las plantas y genero una ficción…o tal vez es justamente ella la que logra abrir la experiencia del nos-otros.

Gaspar ve un pato de plástico que azarosamente había dejado otro niño antes que él, lo agarra, comienza a girarlo, rápidamente lo encarno, hablo como patito (amarillo es el color que tiene) y exclamo: “Al agua…quiero ir al agua, me encanta bañarme, al agua”. Como Esteban afirmo: “Al agua pato, al agua pato, quiero nadar…” “cuac cuac, cuac cuac”, responde, y Gaspar lo tira con fuerza a la pecera. “¡A nadar!” grita de alegría “Me encanta el agua…cuac cuac…cuac cuac…cuac cuac”.

Contento, Gaspar intenta agarrar al pato. Los peces se alborotan, el acuario está conmovido. Los pececitos piden que se vaya el pato, que quieren comer y que no los moleste, “Cuac cuac…cuac cuac”, responde. Las manos de Gaspar juntas a las mías están dentro de la pecera. Entre las plantas, las piedritas, el griterío de los pececitos, las burbujas, entrelazamos la escena. 

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Gaspar, despreocupado de los papás, sentado al lado de la pecera, empapado, no quiere moverse de ahí. El pececito plateado, muy inquieto grita: “Fuera pato, molestas…queremos estar solos” …”Sí, no molestes”, aclara el otro pececito anaranjado, y el manchadito responde: “Afuera, afuera, salí de acá, es nuestra pecera”.

Saco el pato (protestando) de la pecera. Inmediatamente Gaspar lo vuelve a colocar dentro. La experiencia dramática adquiere consistencia simbólica, la ficción se realiza en acto, comienza una cierta lucha por la pecera: los peces contra el pato y Gaspar junto a Esteban mediando, enlazando y dando vida al escenario. Un tiempo sin tiempo, juego ficcional donde la memoria del devenir escénico encaja en la chispeante realización en potencia gestual y libidinal.

Los papás se asoman a la puerta de la cocina, Gaspar ni los mira, esta metido de lleno en la situación, mojado, con las manos adentro del agua, los peces moviéndose por todos lados, el pato que flota, la mano de Esteban que engancha y la voz que unifica el instante desdoblándose, cada vez de nuevo.

La disputa en el agua por la pecera nos cautiva, los gestos delimitan el escenario, sin darnos cuenta, somos parte del latido, cobra vida la experiencia, el afecto que se desprende del cuerpo, enlaza la “pelea” como don de amor y puente para el próximo encuentro. La memoria del devenir, el tiempo de la ficción cautiva la ocasión

Aprovecho la situación y les hago un gesto a los Padres para que puedan salir (previamente les había mencionado esta opción). Ellos abren la puerta, pero al cerrarla se escucha el ruido…Gaspar de repente detiene lo que estaba haciendo, interrumpe el gesto, los ve irse y baja de la silla. Rápidamente corre a buscarlos, abre la puerta. Los papás le explican que se van un ratito y vuelven, pero el insiste, tironea, grita, llora y ellos se quedan. Lo alzan a upa y van con la mamá a la cocina frente a la pecera.

El papá está junto a nosotros y dice: “Además no podríamos salir porque el portón de abajo esta cerrado con llave”. Espontáneamente le respondo: “Bueno, no te preocupes, le doy la llave…cuando se dé la ocasión y puedan, bajen, me esperan en el bar de al lado…cualquier dificultad…les aviso…”. Gaspar vuelve a tomar el patito amarillo, pero esta vez le alcanzo una pequeña pecera (que usamos para cambiar el agua de los peces) totalmente vacía. Con un vaso le ponemos un poco de agua, afirmo: “Ahora patito, vos tenes esta pecera y los peces la suya. No se peleen más…cada uno tiene su lugar”. 

Gaspar, riéndose, pone el patito en la nueva pecera. Al hacerlo, encarno la voz del personaje y como pato digo: “Que lindo es este lugar, más chiquito, estoy solo, tengo agua para mí”. Sin embargo, Gaspar lo agarra del cuello y lo tira con fuerza a la pecera grande. A continuación, los peces protestan, se quejan, hacen berrinches. De un instante para el otro el patito pasa de una a otra pecera…salta (direccionado por mi mano) para un lado y para otro en medio de risas, gestos, gritos, sonoridades ritmadas al compás escénico. Salpicados, mojados, entusiasmados, nos lanzamos a jugar el juego.

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En ese momento, los papás salen del cuarto y señalan la puerta, afirmo el gesto con un guiño de ojos y un leve movimiento de cabeza. Ellos comprenden y salen del consultorio para esperarnos en el bar como previamente habíamos quedado. La sesión continúa. Gaspar se “olvida” de sus padres, coexiste entre los peces de colores, la caricia de las burbujas, el clamor del patito amarillo y la gestualidad convocante abierta a la potencia libidinal de la natalidad.

Patatin (así llamamos al pato amarillo) como un resorte va de una a otra pecera, móvil (pero ya no en un giro y actitud estereotipada), inquieto, no se detiene, no para de ir y venir, en el entre se enlaza el tiempo inmemorial del devenir. Finalmente concluimos la sesión, bajamos a buscar a los papás, pero como ellos tenían la llave nos quedamos en el portón a la espera de que vengan a buscarnos. Los papás se demoran, una vecina nos abre y salimos para el bar. Ahí nos esperan los papás. Están tan entusiasmados tomando un café que no miraron el reloj (¿se olvidaron?). El tiempo por un instante para todos había sido otro muy alejado del cronológico, totalmente singular y subjetivo.

Las sesiones siguientes poco a poco Gaspar se desprende de sus Padres. Cuando se despide me da la mano y subimos. Ellos van al bar y nos esperan allí hasta terminar de jugar. Los padres comentan que para ellos es muy importante lo que está pasando, es la primera vez que Gaspar se puede quedar tranquilo sin ellos, sin berrinches, ni llantos, ni gritos.

-D-

La escena que analizamos se complejiza. Aparece un pato más pequeño cuya forma y densidad hace que no pueda flotar en el agua y se caiga al fondo de la pecera. El nombre que le pusimos es Patatón. Gaspar lo tira, queda entre las piedritas, bien al fondo. Lo mira, gira, me mira, esta sentado, literalmente en el borde, al lado de la pecera. Se me ocurre traer la red (que sirve para sacar a los peces cuando cambiamos el agua) y con ella, junto a Gaspar, sacamos a Patatón del fondo, lo ponemos en la pecera chiquita, el lo saca, sonríe y vuelve a tirarla a la grande. Al realizarlo el pequeño Patatón pide ayuda, quiere salir, tiene miedo de ahogarse.

En las profundidades de la pecera Patatón exclama: “Estoy en el fondo, ayuda, ¿quién me saca?”. El pececito anaranjado que nada junto a él le responde: “No puedo ayudarte, no tengo fuerza…”, “Lo ayudamos”, respondo como Esteban. Gaspar me mira y agarramos la red, logramos sacarlo y lo colocamos en la otra pecera junto a Patatín. La experiencia escénica vuelve a repetirse, pero cada vez en la diferencia. 

La próxima sesión Gaspar me espera saltando alegremente, le encanta balancearse en el cordón de la vereda. Al caer me mira y gestualmente lo imito. Ambos nos quedamos en el portón del lado de afuera saltando, gestuando el instante: “A la unaaa… a las dos… y a las…tres”, y caemos. Compartimos y coexistimos en un tiempo para saltar a la próxima escena. Me da la mano, nos despedimos del papá para abrir el ascensor que nos llevará al quinto piso del consultorio donde los peces nos dan la bienvenida.

-E-

Quisiera destacar la potencia de la escena que acabamos de analizar. La fuerza sensible donde se tejen relaciones en las cuales el cuerpo funciona produciendo otro cristal del tiempo, experiencia temporal que enlaza y liga los peces, los patos, la pecera, el agua, las palabras, el relato, los gritos a un escenario ficcional, plástico, vibrante y gestual.

La potencia “explota” el sentido y crea otros, transforma y modula un presente por el que circula la fuerza que capta la intensidad deseante de la otra escena, todavía indeterminada que se realiza en el juego. La experiencia deslinda, rompe y al unísono enhebra la plasticidad del devenir.

Al terminar la sesión Gaspar mojado, entusiasmado, risueño, no se aparta de la pecera. Suena el timbre, los papás lo vienen a buscar, ahí recién se da cuenta que no están…nos despedimos de Patatín y Patatón, de la pecera y los peces. De la mano, a saltitos, bajamos. Los papás, detrás de la puerta lo esperan, lo abrazan, nos despedimos, caminan, me asomo a la vereda. Gaspar gira y lo saludo: “Chau, chau, nos vemos el martes…”. La sonrisa, la despedida, a cambiado de dirección; ya no presentífica los giros, las estereotipias, la indiferencia, sino, puede comenzar a separarse y en el re – encuentro la memoria del devenir sostiene el placer del deseo que lo convoca a la ficción de la nueva experiencia. 

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