La comunidad infectada

Estamos todos afectados, infectados por el corona virus, algunos han muerto, otros lo padecen, contagian y enferman. Los demás se cuidan, limpian e higienizan el cuerpo, las casas, la vestimenta, las calles, la ciudad, el país cierra las fronteras, en fin, todo lo que tocan está impregnado de lo intocable que transgrede el umbral de lo posible e introduce la cara inaudita más atroz, horrorosa y siniestra de lo imposible como mortalidad, siempre prematura de una comunidad infectada.

Trazar los confines del efecto virus sería una utopía,  como dicen los chicos, una distopía al aludir al horizonte propio de la ciencia ficción. Anonadamiento, reclusión, miedo, determinan el movimiento del cuerpo, redistribuye las sensibilidades, desafía lo grupal y transforma hábitos, rutinas, lenguajes. Los interrogantes pululan en las redes: ¿Cómo, cuándo, de qué modo, vamos a salir de todo esto?… ¿y después…qué va a pasar, a suceder?

El exceso de sentido paraliza, agobia, pero no por el lado de un momento o estado de excepción o un criterio inmunológico, sino, como experiencia que succiona, drena, desborda cualquier significancia determinada de antemano o susceptible de anticipar algo diferente que no sea la potencia actual del virus mismo.

Se trataría de generar un hacer, un pensamiento en acto, una experiencia que al realizarla permita salir fuera de sí, romper el aislamiento y volver del “exterior” para recrearlo. Al retornar el tiempo y el espacio podrán ser otros, en el “entre” se juega el don relacional y afectivo del deseo que confirma la comunidad del “nos – otros”.

Para todos (incluidos los más pequeños) la pandemia resiste a la significación, satura los sentidos, asusta, es una transformación pero no al modo de una poética, de la lucha de clases, o de una reivindicación social o política, sino a la manera de un acto que pragmáticamente impone redistribuir las alianzas y las relaciones e implica necesariamente un límite imposible, limita las condiciones y determina otras sensibilidades totalizantes.

El virus invisible expone el cuerpo, lo expropia, exaspera la continuidad, la coloca en jaque, pone en juego el encierro de la imagen corporal. Lo virulento del contagio no tiene virtualidad, disocia y escinde lo actual de lo virtual, es decir, actualiza una temporalidad que presentifica la epidemia hasta tomar un dramático efecto paradojal de depender de ella. No da un lugar, lo ocupa hasta ser el centro existente del mundo. Al pasar el límite de la sensibilidad y el lenguaje, coacciona la economía, diluyen las fronteras y las instancias políticas globales hasta agotarlas con la capacidad agobiante de infectar y ser infectado.

El virus infecta el tiempo, genera la inmovilidad de la duración, tiene el poder de aspirar el afuera, anula la diferencia. Sin embargo, los artistas, los niños, los creadores, nos enseñan magistralmente que tanto el tiempo como el espacio son relaciones. Al jugar, ellos las realizan, las cruzan, al hacer tiempo del espacio y espacio del tiempo. Este cruce, choque temporal espacial no es una síntesis o una reducción, provocan la combustión del sentido, dan lugar uno al otro. El entredós, el intervalo, es el vaivén, la pulsación, para que algo del don del deseo y lo diferente pase, suceda.

La abertura es el vaivén, el ritmo, el acto de la separación del presente en tanto ruptura de la inmóvil duración. Planteamos abrir el tiempo, espaciarlo, crear el “entre” que airea el presente y recrea la natalidad del instante. Plegar el virus es hacer de él una apuesta para que advenga la potencia del “entretiempo” que quiebra la fuerza mortal de la impotencia y la inmovilidad. No corresponde al tiempo cronológico, ni al de la re significación, sino al entre, que en la demora, produce la pulsación de afectar y ser afectado, cuerpo receptáculo de la relación con otro, efecto heterogéneo de la comunidad.

La comunidad está infectada, frente a ello nuestra tarea es crear una praxis, un acontecimiento del pensamiento, un trabajo en la construcción de un sentido aún todavía sin cerrar, sin que quede establecido tal o como es. Aprendemos de los niños, cuando ellos se lanzan a jugar, a investigar, a inventar, en escena juegan la curiosidad o el asombro, crean el movimiento en potencia de un sentido nuevo, singular, sin saber a ciencia cierta que va a pasar, cuál será la trama o con que se encontrarán, inventan aquello que no saben que van a inventar. En el mismo sentido, los aplausos espontáneos a los trabajadores de la salud plasman la invención comunitaria en un gesto solidario.

Lo que compartimos en comunidad no es un virus, él no es intercambiable, contagia, abruma, enferma y mata. Justamente es lo que desune, des inviste, clausura e interrumpe el devenir. Destruye lo que es común, erosiona hasta la implosión. Tiende a desenlazar los lazos comunitarios, lleva a lo individual, a cuidar el cuerpo, limpiarlo, encerrarlo, limitarlo para no contagiar, no quebrar la ley de alianzas: “No matarás a tu prójimo”.

La comunidad es una relación, no un ente autónomo, cobra existencia en tanto sustenta los espejos que nos identifican, conforma la sensibilidad de sentir que uno es parte de otra escena, que sin embargo, es propia. Lo propio de la comunidad no esta en relación a la ganancia, sino a la pérdida, a la fuerza de lo que se deja como don de amor para otros, no tiene sustancia, materialidad real, sino simbólica, ella nos representa dentro de una genealogía. Será tal vez por esa causa que en la primera infancia los más chicos siempre juegan a ser otros que no son pero de algún modo, sensibles a él, lo representan, al hacerlo, les permite salir de sí y ponerse en otro lugar.

El virus no solo es invisible, sino que toca lo intocable del toque, no se puede entrar en contacto con otro, si pasa un umbral penetra en la piel, hiere, disemina su potencia negativa, destructora. La plasticidad infectada estalla, detiene, desconecta, articulada al movimiento pulsional más mortal. El efecto de desligadura separa lo actual disociándolo, lo aísla y abarca la instancia social, comunitaria y psíquica. El peligro latente palpita y actualiza la corona global del virus.

El gesto revolucionario frente a la infección generalizada y globalizada del virus no es la pasividad estática, ni la posición melancólica de la detención, sino, por el contrario, la resistencia: el ferviente descubrimiento del deseo del don de una nueva significación que articula el lazo social. En esta situación, por ejemplo, el desafío de las instituciones escolares no es solo como alcanzar el nivel de conocimiento adecuado o cual es la mejor plataforma virtual para transmitirlo, sino como generar la continuidad de lo grupal, de las relaciones afectivas con los otros y entre ellos. Justamente allí, se entrelaza la herencia como trasmisión e implica metamorfosis, rebelión y recreación del pensamiento.

El riesgo es alto, persistente y destructivo, frente a él podemos sostener la disponibilidad para sustentar la pasión por el nacimiento de una nueva experiencia que soporte la variación y actúe plásticamente la diferencia. Desde allí planteamos el pequeño gesto de lanzarse a encontrar otra invención impensable antes de dicho acontecimiento. “Nadie sabe lo que puede un cuerpo”, escribe Spinoza, entre ser, tenerlo, parecer o apropiarse de él transcurren las relaciones subjetivas. ¿El corona virus, podrá detenerlas?

Unos padres juegan con su hijo a garabatear una hoja, “pierden” el tiempo, hayan el sinsentido al relacionarse con la experiencia inédita que hacen, juegan el oculto secreto de lo inesperado, sienten el placer del deseo compartido, en grupo, imprimen un trazo y crean espejos sensibles, en acto piensan…el pequeño, sin dejar de reflejarse en ellos grita alegremente: “Dibujamos un súper virus” y corre con él a asustar a todo el mundo…

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