Cuando la supuesta inclusión excluye la comunidad

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Hace muchos años que atiendo a Rafael, la problemática neurometabólica que lo aqueja afecta fuertemente su desarrollo y estructuración subjetiva. En todos estos años su evolución pasó de no hablar, ni jugar, a acceder a la representación y poder hacerlo. Vía el trabajo clínico y la integración educativa que mantuvimos hasta que pudo pasar a una escuela de recuperación.

Muchas imágenes y recuerdos aparecen cuando pienso en él y en todo el proceso que Rafa generó todos estos años. Cuando comenzó concurría a un jardín de infantes al cual estaba integrado, en ese momento tenía cinco años e iba a una salita de tres. En un encuentro en el establecimiento escolar, participo de la actividad, la maestra integradora de ese momento leía un cuento para todo el grupo, mostraba las imágenes que iba narrando, todos participaban con preguntas e ideas a partir de las ilustraciones que con esmero mostraba la docente.

El único que no participaba de esa actividad era Rafael, él estaba sentado en la falda de la maestra que mostraba el libro, por lo tanto, Rafa no podía mirar lo que ella leía. Estaba fuera de la narración, del cuento y de la escena. En realidad, ubicado como objeto, todos miraban el cuento y lo observaban a él como telón de fondo, estaba excluido en la integración. Sin duda, la docente se ocupaba de todo, lo sostenía a upa, lo contenía con sus brazos pero él, en un estado excepcional, veía sin mirar, oía sin escuchar el cuento y estaba incluido en la excepción. Circulaba en la siniestra comunidad de los que no tienen comunidad. 

Estas primeras imágenes de trabajo con Rafa se contraponen con las actuales, donde a partir de ingresar a una escuela de recuperación puede comenzar a relacionarse con pares y comenzar a pertenecer a una comunidad de aquellos niños muchas veces llamados “discapacitados” que permanecen por fuera de cualquier lazo social.

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Luego de un largo recorrido, Rafael es un joven de dieciocho años que está concluyendo su recorrido escolar, con todos los avances y también dificultades, ha podido constituir diferentes niveles de representación simbólica y de pensamiento que anteriormente no se vislumbraban. Específicamente me quiero detener en algunas de las últimas escenas que se han producido en el consultorio.

Algunas veces, cuando viene al consultorio, llega antes de su horario, deja todas sus pertenencias (mochila, útiles, vianda, etc.), mira con atención todo lo que pasa y últimamente, quiere participar ayudándome. Casualmente, se encuentra con Martín, un niño de tres años, que por diferentes problemáticas no habla y realiza un juego muy pobre, por momentos tan fijo, que se asemeja a una estereotipia sensoriomotora. 

Cuando Rafa lo ve por primera vez me pregunta si puede jugar con él, le pregunto por qué y responde que quiere jugar para hablar con él. Martín está tirando un autito por el tobogán, mira como rueda, lo vuelve a lanzar, una y otra vez repite el mismo gesto sin mucha convicción, ni dramaticidad. Rafael toma el auto, se lo vuelve a dar y le explica como lanzarlo para que vaya más rápido. En ese instante, los dos se miran y al unísono, esperan mi afirmación, exclamo: “Claro, si tiran los autos de esa forma, van más rápido y no se caen”, Rafael contento, le indica cómo hacerlo pero no le habla, me pregunta: “¿Por qué Martin no habla?”…le respondo: “Hablale, él te entiende y como cuando vos eras chiquito, de a poco, va a poder hablar”. Mientras tanto, Martin sonriente, espera la ayuda de Rafa, cuando él se la da, se ríen y los autos salen a toda velocidad.

La escena dura uno minutos ya que termina la hora de la sesión de Martin, nos despedimos de él y la mamá, que contemplaba la escena, y comenta: “Que lindo como juegan, puede venir siempre Rafael un ratito a jugar con él?”. Sorprendido, le respondo: “Claro, pueden coincidir unos minutos y jugar juntos”.

Durante varias semanas, el azar y el tiempo hicieron que estos minutos de encuentro entre Martin y Rafael volvieran a producirse. En cada uno de ellos comenzó a tejerse una red gestual, postural, rítmica, con algunas palabras y sonidos que comenzaban a surgir, en función de la experiencia que ellos generaban. Al verse, con alegría se saludaban, chocaban las manos con el puño en señal de saludo. De esta manera, continuaban el juego que veníamos haciendo o creaban otro, en una red relacional y simbólica que enriquecía el escenario y la escena.

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La red que construyen los niños jugando, es la ocasión de un hallazgo, atañe a la azarosa conquista tramada al jugar. Insaciables, plebeyos, los chicos no paran de hilvanar la dimensión desconocida que, por un lado, los causa y por el otro, los sostiene. Ingeniosos, algunos hilos deseantes tienen pegamentos y pueden quedar engomados, entreverados y atrapados en ellos. En estas situaciones quedan empantanados, fijados, encarnan la red, sin desplazamientos. Ya no los protege ni pueden seguir tejiendo. Detenidos, sufren la angustia impotente, obscena que impide jugar.

Las redes se estructuran en hilos deseantes alrededor de la dimensión desconocida para desconocer, espacio vacío, susceptible de anudarse con otro. Los niños al jugar, lo hacen, pescan en medio mundos, ¿Cuál es la pesca del día?, ¿Qué quieren atrapar?. Sin duda, atrapan cosas, relaciones, deseos, donde no hay nada, crean, inventan lo que hasta ese momento no existe. Para realizarlo, necesitan la red, junto con ellos, devenimos tejedores de redes, que a su vez nos tejen en una enredadera siempre inconclusa.

¿Un niño se propone o tiene el proyecto de tejer la tela de la propia red? Si así fuera, no podría jugar y crear lo inexistente, eliminaría el azar, la sorpresa y la perplejidad. El entretejido no se puede saber, como un artista no puede calcularlas de antemano cual será la obra antes de generarla. Ni anticipar la composición, el entramado que la sustenta, los niños no saben a qué van a jugar cuando el deseo los impulsa a hacerlo. Directamente, se encuentran entretejiendo la red, nosotros abrimos la probabilidad de la dimensión desconocida, donde tejer las hebras que huyen del significado antedicho, ni son tampoco, una entelequia, entretejen relaciones inexistentes antes de engendrar e inscribir la trama.

Entramos en la red, la leemos, pensamos en ella, buscamos hilos, líneas, para saltar, caer y dejarnos enredar para volver  a saltar en el trampolín del deseo. Pensar la red, implica crearla, atravesarla. El ”entre” relacional de la trama configura la brújula, nos orienta para despegar el pegamento anonadado, tensional, fijo, sufriente, que los pequeños soportan al bloquear el entramado.

Muchas veces tenemos el privilegio de hacer semblante, nos transformamos en títeres, ritmos, pececitos, rayos de luz, linternas, lobos, perros, arañas, monstruos, en el afán de producir al semejante, al otro en la plasticidad de la experiencia que entreteje la red de la existencia simbólica. 

Para Rafael y Martin, la red es un modo de ser que se inscribe en infinitivo, o sea, en lo que todavía no se anudó en el decurso de la escena. Los encuentros entre ellos multiplican sentidos insospechados, Rafael le propone esconderse para hacer un chiste y asustarme. Le da la mano y se ocultan tras una puerta, ante esta situación, empiezo a buscarlos llamando a los dos. El silencio resuena en eco a la búsqueda de una demanda.

Busco por la cocina, el balcón y otra sala, juego a no encontrarlos, mientras tanto, ellos, cobijados en la ficción de la escena, juegan el artificio simbólicamente real de estar y no estar presentes. Entre los dos realizan la alianza que tal vez, si uno faltaría, no podrían hacer. Sea acompañan para poder jugar. La mamá de Martin (que está presente a la espera en otra sala) los ayuda a refugiarse de la mirada de Esteban. Perplejo, me encuentro jugando a las escondidas.

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A través de estas escenas, el tiempo compartido entre ellos se torna significante. La textura temporal, abre la historicidad. Es una trazo abierto a la natalidad de lo nuevo, esos momentos, son la ocasión donde sucede lo impredecible. Ellos aprehenden decididamente lo esencial: que el tiempo fluye y marca el final como límite y al mismo tiempo, la posibilidad de inspiración. Se dan cuenta que el acto de jugar es el lugar de la intuición, la repetición significante y lo imprevisible.

Nuestra función es abrir la oportunidad para que la ocasión historice el destino, y al hacerlo, en l atraviesa red, todo puede cambiar y fluir. Al constituir el espacio escénico del juego, los chicos “ganan” tiempo al perderlo en la plasticidad que lo vuelve a causar.

Los dos se esconden, juegan a no estar y de repente, aparecen asustándose. Aparece la alegría y el grito al mismo tiempo. En ese impulso, crean lo que no saben, inventan una experiencia en la cual afirman la imagen corporal, incluyen al otro y abren la plasticidad de la posibilidad, la sorpresa y la aventura.

Cuando aprehenden a jugar, en algunos momentos secretamente íntimos, ambos necesitan hacerlo entre ellos, soledad sin embargo compartida, necesitan otro con el cual dialogar, salir del encierro y pensar cosas diferentes. Se ocultan de Esteban al tiempo que se abren a la fantasía, en ella despliega lo fantástico de hacer de cuenta que me asustan, dan miedo y sostienen un secreto. 

Esta soledad paradójicamente compartida, vuelve a reencontrar en ese otro aquello que pierde de él. Al entrar en ese juego jugando los chicos crean la comunidad, no por un principio igualitario, sino porque producen, donan, al encarnar la promesa. La pertenencia se pone en escena en el afecto hospitalario de lo prometido que lo aloja sin condiciones frente a la precariedad y vulnerabilidad corporal. De esta manera el cuerpo, se torna receptáculo, abierto al deseo sensible del “Otro”. En esta metamorfosis transcurre el tiempo creativo, instituyente de la infancia.

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Rafael y Martin crean una experiencia simbólica. El símbolo en sí mismo no significa nada, no expresa nada. Todo símbolo para hacerlo, necesita de una pasión, del afecto necesario que afecta el cuerpo, lo torno sensible y conduce a ese salto, que vuelve a ser una simple y compleja facultad de representación. 

Al asustarme, sin darse cuenta, juegan el susto y el miedo, ambos sienten placer al conquistar aquello que los aterroriza, descubren dramáticamente, un artificio que les permite soportar la angustia, el dolor del miedo, el enojo, la amenaza. Comienzan a creer en la ficción. En una palabra, desafían el temblor de la angustia, la inmovilidad de los miedos y los pueden enfrentar, revivir, al generar humor, ironía, gestualidad.

El juego con los autitos, los gestos, la escondida, el susto, el humor, ensancha el espacio del “entredós”, entre “tres”, entre “cuatro”, que configuramos en múltiples dimensiones con el niño. Somos parte de aquello que había una vez…o que una vez había…para narrar una historia entreverada en las redes que los causa y origina. 

Los niños asumen el riesgo, la fructífera idea de hacer de lo horroroso una escena vivencial escénica. Provocan y convocan al miedo que en la vida diaria cada vez es más real (para Martin implica no poder hablar y para Rafael la imposibilidad de su autonomía) para incorporarlo a la propia red simbólica mediatizada por imágenes, gestos o palabras que corporizan el placer de jugar. Los niños apasionados por lo desconocido, asumen el riesgo y juegan a lo real (lo que no comprenden y no tiene representación) para transformarlo anudándolo a una red  donde lo extraordinario cobra existencia afectiva, sin la cual, lo simbólico como tal, pierde toda su potencia.

El nacimiento del acto de jugar no es el comienzo, sino el efecto de desear. Irrumpe, nadie sabe a ciencia cierta que va a pasar cuando se lanza a jugar, por eso mismo, Rafa y Martin continúan jugando. La curiosidad los lleva a fantasear lo imposible, para hacerlo, ambos necesitan esos minutos de encuentro que consolidan la relación entre ellos y hacen del espacio clínico un lugar en el cual se configura un territorio, el lazo de un horizonte susceptible de armar redes de deseos entretejidos con otros, que por primera vez, los conmueve al jugar juntos en una comunidad.

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