– T –
Entro en el bar cercano al consultorio, leo y escribo… en un momento, un niño alrededor de seis años con síndrome de Down entra y corre por el bar, al tiempo que grita con un sonido gutural que se desprende de sus labios (ahhhh). Sin mediación, se detiene en una puerta interna del local, la abre y la cierra, sin pausa y sin parar de gritar. La mamá observa desde afuera, conversando animadamente con el mozo. El niño, con otro empleado, continúa golpeando las puertas, las vuelve a abrir, a cerrar, inquieto, sin detenerse nunca, golpea la madera. Se escucha el estruendo del golpe en el portón.
El bar se inunda del grito entrecortado del niño, que sigue con el ruido atronador de la puerta. Gritar, golpear y silencios sin solución de continuidad se perpetúan en un tiempo-espacio que parece no detenerse, sin fin, reproduce y repite lo mismo. La sonoridad estridente y la motricidad acuciante rebotan en eco y se pierden. Detengo la lectura, la escritura, el pensamiento se evade, la resonancia inunda el bar. Me detengo a escuchar el silencio, interrumpido por la escena que acabo de describir.
De repente, recuerdo la descripción del pintor Paul Cézanne acerca del acto de pintar: “Para pintar bien un paisaje debo descubrir ante todo las bases geológicas. Piense que la historia del mundo data del día en que dos átomos se encontraron, en que dos torbellinos, dos danzas químicas se combinaron. Esos grandes arco iris, esos prismas cósmicos, ese amanecer de nosotros mismos por encima de la nada (…) bajo esta fina lluvia respiro la virginidad del mundo. Un sentido agudo de los matices me trabaja. Me siento coloreado por todos los matices del infinito. Desde entonces, no hago más que uno con mi cuadro. Somos un caos irisado. Llego ante mi motivo, me pierdo en él. Fantaseo, vagabundeo. El sol me penetra sordamente, como un amigo lejano, que recalienta mi pereza, la fecunda. Germinamos. Cuando la noche vuelve a caer, me parece que ya no pintaré y que jamás he pintado”. A partir de estas palabras, acerca del hecho del hacer sobre el pintar y de la escena observada, surgen estos interrogantes que comparto con ustedes:
– U –
¿Qué función cumple la puerta para este niño?
¿Cuál es el funcionamiento que no deja de realizar al moverla?
¿El portón, qué camino abre y cuál cierra al moverse de ese modo?
¿A dónde conduce ese movimiento desenfrenado?
¿Por qué reproduce ese quehacer psicomotriz sin detenerse en ninguna otra propuesta, palabra, o pedido que intencionalmente realiza el empleado que no deja de mirarlo y de cuidarlo para que no se lastime?
¿Cuando se golpea no siente el dolor?
¿La acción de mover puertas es una estereotipia motriz?
¿Es posible que el movimiento descripto ensimismado del niño descripto devenga gestualidad?
¿Cómo tendríamos que intervenir para que la puerta abra otra experiencia, otra escena posible?
¿Se podría atravesar un umbral, la puerta junto a él y encontrar la llave para abrirla y cerrarla?
¿De qué modo construir un borde, una legalidad que pueda alojar al pequeño, no como síndrome, discapacidad o déficit, o tan siquiera una simple etiqueta diagnóstica ciertamente invalidante?
– V –
Al comienzo -escribe Fernando Bárcena- del libro El hombre sin atributos, de Robert Musil: “Dos personajes, una señora y su acompañante, asisten a un accidente en la gran metrópoli de Kakania. Junto a otros curiosos se acercan al lugar de los hechos. Un camión enorme ha rebasado la acera con una rueda atropellando a un transeúnte. La señora se siente indispuesta ante esta escena en la que, aparentemente, alguien ha sido atropellado y parece que ha muerto. El caballero que la acompaña ofrece una explicación perfectamente lógica, y por ello mismo, tranquilizadora: Estos camiones tan pesados disponen de un sistema de frenos con una distancia de aplicación demasiado diferida (Musil, 2001, 13). Ante la explicación del señor, la señora se sintió aliviada, y se lo agradeció al seño con una mirada atenta (ibíd., 13). Aunque no alcanzaba todavía a comprender del todo la explicación que acababa de escuchar, se quedó más tranquila al saber que se trataba de un problema técnico que no era de su incumbencia (ibíd., 13). Solo al final de este primer y breve capítulo la señora cae en la cuenta de que, una vez resuelto el problema de la explicación técnica y racional del accidente, quedaba por saber alguna cosa sobre el accidentado: “¿Piensa usted que ha muerto?”, le pregunta al caballero. Poder explicar un acontecimiento como un mero problema técnico es sumamente tranquilizador. Bajo el régimen de una explicación lógica, los acontecimientos no son más que un accidente sin trascendencia. Habrán sido desactivados en su extrañeza, en su alteridad y en su diferencia”.
Abrir y cerrar puertas, golpearlas, atropellarlas, hacer un sonido, un grito gutural, un ruido, puede tan solo ser un hecho técnico, fáctico. Se puede describir o simplemente comprender de acuerdo a lo que se mira, a lo que está a la vista. Como el relato de Musil, se puede escindir la acción en sí misma, pero al hacerlo se pierde lo esencial, el contexto escénico que causa el sufrimiento e implica la realización sin pausa de una experiencia extraña, fija, pero al mismo tiempo, familiar (abrir y cerrar puertas).
En el sentido que vamos proponiendo, Sigmund Freud justamente consideraba lo siniestro como aquel hecho inconcebible, extraño y familiar al mismo tiempo. No podemos dejar de concebir la crueldad de lo siniestramente real, de lo irremediable, por carecer de representación.
¿Cómo salir de la crueldad, del sufrir sin sufrimiento, o sea del atolladero que el niño pequeño (que acabamos de describir), mucho más allá de cualquier síndrome, construye cada vez a través de la experiencia de la puerta, del siniestro portón sin salida?
El niño que golpea puertas y realiza el ruido gutural, sin abrir ni cerrar nada, se ubica en una posición absoluta de profunda soledad y sufrimiento. Al mirarlo, veo una pena que no tiene nombre, innombrable, produce lo siniestro e imposible de la pesadumbre de una acción que al realizarla se separa del otro, del lazo social, defendiéndose del mundo que lo rodea. Goza en ese movimiento que se basta a sí mismo. Carente de la imagen el cuerpo, no hay espacio ni tiempo de espera para ninguna respuesta que provenga del campo del Otro.
En realidad, algunos, nosotros, planteamos que en primer lugar hay que generar y producir una demanda en un niño que frente a la movilidad de la puerta, queda fijo, extraviado en ella, se escinde, se fragmenta en esa constante experiencia opuesta a cualquier plasticidad.
– W –
Frente a esta realidad estática sin conciencia, se pueden tomar distintos caminos y estrategias: una de ellas sería encarar un tratamiento basado en la medicación, para contener y dominar el movimiento, inhibiendo neuroreceptores y estimulando otros, con la finalidad de controlar las actitudes. Básicamente las conductas para adecuarlo a pautas neuromotrices adecuadas al desarrollo, al coeficiente intelectual y cognitivo de acuerdo a parámetros ya preestablecidos de antemano.
Otra línea de trabajo podría observar y diagnosticar la conducta del niño. Y a partir de ello, planificar el método y la metodología a seguir, tanto en la casa con sus padres (devenidos terapeutas de sus propios hijos), como en el establecimiento escolar o terapéutico y, por supuesto, también en el desarrollo clínico.
Las pautas a desarrollar -según esta línea de pensamiento-son estrictas e intentan eliminar la respuesta de actitudes supuestamente “erróneas” para “sanear” el déficit y condicionar al pequeño para realizar las conductas y acciones “correctas”. Todo ello de acuerdo a los índices, planificaciones, objetivos y condiciones del método a aplicar, sin considerar básicamente otras variables que la propia metodología prescripta para esa patología o síndrome preindicado.
Otros, frente al movimiento estereotipado de la puerta, podrían plantear proponer esperar que el pequeño les demande una salida. Generar un dispositivo propicio, para que en algún momento se produzca un gesto diferente o una demanda que implique alejarse de esa primera acción para emprender el camino espontáneo de la gestualidad.
– X –
Nuestro planteo difiere de los otros. Para nosotros, la experiencia que el pequeño realiza al mover las puertas, gritar, golpear, es justamente y paradojalmente la llave. He allí todo junto la clave y, al mismo tiempo, la incógnita. Nadie sabe a ciencia cierta qué hay que hacer con ese niño. Sin embargo, es ese no saber la única posibilidad de construir un nuevo saber que no se sabe sino en el acto a producir, a descubrir y crear junto a él. El movimiento de la puerta no representa al niño, sino que lo presenta sin mascaradas. Presentifica una acción, una presencia alienante y fija.
A partir de estas ideas, podríamos procurar transformar a la puerta (que no para de ser movida) en un personaje, darle vida, incorporarla a la escena, es decir, humanizarla al relacionarnos con ella (con una puerta), pues es la experiencia singular y única que él, sin duda alguna, produce. Introducirnos junto al niño en el vaivén de la puerta, en lo gutural del grito, nos posibilitaría en la demora, en algún momento, relacionarnos con él como sujeto y no como objeto a estimular, a controlar, a dominar a través de requisitos técnicos metodológicos o medicamentosos.
Jugar con la puerta, metamorforsearla en subjetividad, en escena, nos permitirá encontrar alguna llave posible, frente a lo imposible del encierro solitario de lo mismo. Para nosotros la llave de la experiencia de la puerta es el ferviente deseo de relacionarnos con el niño, en este trayecto, procuraríamos hablar, jugar, movernos, gestuar junto a él, sin calificación o decodificación ninguna. Anticipamos de este modo un escenario y una escena donde un sujeto aparece aunque no haya conquistado todavía la imagen corporal o armado el circuito pulsional y, por lo tanto, la erogenidad se encuentra desbordada sin posibilidad de representación, ni de plasticidad.
– Y –
Partimos de la producción subjetiva que el niño realiza, aunque ella no se dirija a nosotros o resulte (en un primer momento) indiferente. Desde ese escenario, enmarcamos la escena que anticipamos subjetivamente para relacionarnos con él. En este sentido, la puerta puede ser un amigo, un títere, un personaje con quien hablar o jugar mientras se mueve, se enoja, protesta o se ríe. El grito gutural deviene melodía, ritmo, canción, palabra o comunicación, saludo, protesta, pedido, reclamo, demanda o enojo…
No sabemos qué puede suceder, cómo responderá o cómo se generará el lugar propicio para el “entredós” trasferencial. En ese espacio, a partir de relacionarnos a través del hacer, de la experiencia con él, se inicia un recorrido -no sin riesgo e incertidumbre- a sostener y sustentar en cada encuentro. Será la posibilidad del nacimiento de un nuevo acontecer donde la puerta puede tener la llave para cumplir su función y conquistar el funcionamiento simbólico, al atravesar el portón algo ocurre, algo le pasa, tanto al niño como al otro (el terapeuta, el educador o aquel que en esa instancia suponga un sujeto en escena).
El espacio del “entredós” comienza a historizarse, a crear, a inventar una historia singular a la vez que compartida. Cada vez en cada encuentro, alguna diferencia en lo idéntico, alguna gestualidad, un nuevo sonido, una postura, un pliegue escénico o el despliegue de una demanda puede suceder. De esta manera, si ocurre podrá aparecer lo imprevisible de un acontecimiento, es decir, de una experiencia que se inscribe como don trasferencial y relacional. Dicha inscripción dejará una huella subjetiva y podrá configurar una nueva llave que transforme y modifique plásticamente la anterior.
La llave que abre la puerta tendrá que perderse, regenerarse, para que surja otra con la cual se puede abrir y construir otro funcionamiento de la puerta. Todo lo cual implica la posibilidad de la constitución de otros espejos, otras imágenes donde relacionarse. A la vez, creará la circulación libidinal, pulsional, como posible demanda de mirada, escucha, socialización, introduciéndonos así entre la puerta como cosa, grito, movimiento, giro y la representación, el escenario y la escena mediante.
Reiteramos, la llave no existe, hay que crearla junto al niño a partir de relacionarse con él, al hacerlo, la nueva llave es otra y se transforma, cambia y delinea la apertura a la nueva puerta que tenemos que atravesar con él, sin saber qué encontraremos al abrirla o al cerrarla. Nuevamente, sucede una aventura, comienza y se origina la plasticidad (neuronal y simbólica) que necesariamente implica el origen de un sujeto.
Esteban Levin